jueves, 26 de noviembre de 2009

Libre
Sin dogmas ni dueños
Ningún catecismo
Ningún absoluto ciñendo mi estancia
Ninguna sentencia juzgando mi mente
Ningún salvador matando mis sueños
Ningún jodevidas cercando la mía.

Alguna certeza
Mucha incertidumbre
Sueños por cumplir
Montones de amigas
Puñados de besos
Ternura a raudales
Ojos de mis niñas
Y tú

Eso es poesía

lunes, 9 de noviembre de 2009

Corrupción

“Agradezco no ser una de las ruedas del poder, sino una de las criaturas que son aplastadas por ellas” (Rabindranath Tagore)

Para contribuir a que nadie sea aplastado por quien se corrompe en el ejercicio del poder, abordo este artículo, consciente de que la indignación ante la corrupción o conlleva propuestas activas para hacerle frente, o aboca en un mero desprestigio del sistema democrático. Hay causas políticas, psicológicas, sociales, colectivas e individuales en la corrupción. No pretendo encarar aquí tan compleja globalidad, pero sí aportar algunas reflexiones y propuestas.

La corrupción, aunque más intensa en sistemas opacos y antidemocráticos, también se extiende como una plaga en sociedades industriales democráticas, llámense España, Francia, Italia, Inglaterra…, en las que no se educa en los principios éticos de responsabilidad y solidaridad, o donde tales valores no se corresponden con aquello que prima para sobrevivir, sea en el mercado laboral, consumo, escalafones económicos u otros. Es un código ético marcado por las relaciones de producción, donde priman la competitividad, el consumismo, el individualismo y el afán de posesión, mediante un “sálvese quien pueda” que arrastra a quien se interponga en el camino. Esta concepción cala tan hondo que, aparte de la sana y lógica indignación que nos producen los comportamientos corruptos, hay también quienes sufren por no poder acaparar ellos mismos ese poder y privilegios que permitieron a otros el gozo efímero de lujos y derroche. Menciono esto porque, a pesar de que centraré mis propuestas en la labor institucional, es preciso tomar conciencia de que una lucha a fondo contra la corrupción ha de conllevar cambios reglamentarios, planes educacionales, compromisos individuales y colectivos. Es precisa la cohesión moral de la sociedad para poder vencer a la corrupción.

“Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”, decía Lord Acton. Y, ciertamente, ¿no es el ansia de poder uno de los factores más determinantes en el hecho de que quien tenga poder lo ejerza corruptamente? De ahí es fácil deducir que la concentración de competencias, léase de poder, puede favorecer la corrupción. A lo largo de las últimas décadas, la Ley de Régimen Local, en lugar de incrementar el poder de los plenos municipales, ha ido restándoles competencias que ha derivado a las alcaldías y juntas de gobierno local. El argumento siempre es el mismo: eficacia. Y en nombre de la eficacia, se desmantelan servicios públicos y se generan servidumbres. Y así en cada una de las Instituciones. Hay quien argumenta que habría que financiar más a los partidos políticos para evitarles la tentación de corromperse. No comparto la propuesta. La clase política está ya demasiado alejada de los ingresos de las clases trabajadoras.

En todo caso, habría que limitar bastante más los gastos electorales y otros. Los partidos políticos harían bien en vigilar atentamente que sus cargos públicos accedan a la política con una buena dosis de altruismo, sin esperar que su cargo les facilite privilegios ni les separe del estatus de vida que disfrutaban previamente a su acceso a las instituciones públicas. En la actualidad, los grandes sindicatos y los partidos políticos en el poder, actúan como redes clientelares y su afiliación se da en buena medida para arrimarse al sol que más calienta. Tráfico de influencias, reparto de prebendas y cargos, y designación de puestos de confianza, están a la orden del día. Pero los pequeños pueden reproducir el mismo esquema si no se empeñan en lo contrario.

El rendimiento de cuentas es consustancial a la propia democracia. Si fuese posible revocar cargos públicos, seguramente más de uno duraría menos de una legislatura. Es preciso buscar fórmulas eficaces para rendir cuentas, incluso económicas. Las pocas que existen hoy día no lo son tal como funcionan actualmente. O las declaraciones de bienes alcanzan, al menos, al núcleo familiar del cargo público, o generan descrédito. Puede que la declaración de bienes que publicaron los miembros del gobierno español fuese totalmente cierta, pero levantó en la gente un rictus de sospecha. Nadie se fía. En estas declaraciones, como en el IRPF, las más ciertas son las de quienes cobran una nómina, no pueden poner al nombre de su pareja los bienes propios, y no tienen posibilidad de utilizar subterfugios que escapan al control del Estado. Sería deseable que se alcanzase un gran Pacto Anticorrupción que abordara estos asuntos entre otros, y que incluyese la destitución inmediata, sin titubeos, de cualquier cargo imputado, procesado o condenado por la justicia.

Los lindes de corrupción y legalidad no están siempre absolutamente claros. Hay algunos regalos, modos de tráficos de influencias y clientelismos que no se recogen en el Código Penal. Por otra parte, no está penalizado ni se considera corrupción, por ejemplo, el hecho de que la o el político medio de un parlamento obtenga un salario netamente superior al de un trabajador medio de su entorno, tampoco que los diputados que alcancen 11 años de mandato tengan garantizado el cobro de la pensión máxima. Pero algo hay de corrupto en esas decisiones que alejan tanto las condiciones laborales de quienes se dedican a la alta política, de las condiciones laborales de las y los trabajadores. Si además echamos un vistazo a los puestos enormemente remunerados que se les ofrece a ex presidentes, ex ministras o ministros y otros ex, tendremos una visión panorámica lo suficientemente amplia como para sospechar que, demasiado a menudo, el cargo público se ejerce fundamentalmente en beneficio propio. ¿No es eso lo que define la corrupción? Hay, sin embargo, numerosas concejalas y concejales que llevan a cabo su labor sin cobrar salarios de escándalo e incluso sin cotizar por ello a la seguridad social. Pero su generosidad se ve oscurecida por pequeñas prerrogativas, tales como entrada gratuita a espectáculos, comidas innecesarias, lugares reservados, trajes de etiqueta u otras cuestiones que, aunque no sean de mucha entidad, anuncian una supuesta carrera política en la que cada vez será mayor la diferencia entre su estatus y el de otras personas trabajadoras. El tinte de privilegio que adquiere el salario de cualquier cargo desde la alcaldía hacia arriba, acaba empañando la labor de todo el estamento político.

Si toda persona es susceptible de corromperse, parece obvio que deberían tomarse medidas para que quien ejerza poder encuentre trabas para acapararlo y abusar de él. Una cuestión básica en tal sentido, es ofrecer herramientas claras y sencillas de fiscalización. No hablo tan solo de auditorías; hablo también de sistemas contables transparentes, asequibles, accesibles al público; de información puntual y universal, de gestión directa, evitando al máximo la indirecta salvo que entren en juego empresas de carácter social. Se crean un exceso de empresas públicas, entes empresariales, fundaciones, institutos y muchos otros organismos que escapan a la rutina del control municipal o parlamentario y que son dirigidos, en su inmensa mayoría, por cargos de confianza, gerentes designados a conveniencia del político de turno. Si a esto le unimos la dirección de las distintas áreas de una institución, mediante nombramientos directos, sin oposición ni debate, el vínculo entre política y administración, resulta peligrosamente estrecho. Fiscalización y forma de gestión van muy unidas. Y al hablar de fiscalización, no solamente me refiero a los cargos públicos en la oposición cuya principal labor es precisamente esa, fiscalizar al gobierno, sino también a la ciudadanía. Facilitar y alentar la participación ciudadana en todas sus funciones, incluyendo la fiscalización, es velar por la democracia y la no corrupción.

Capitulo aparte merece la gestión urbanística. Mientras la participación ciudadana en la planificación urbana brilla por su ausencia, los planes generales de urbanismo se modelan frecuentemente al gusto de los intereses de las grandes constructoras e inmobiliarias, siendo la iniciativa privada la que diseña en la práctica la ciudad. Recalificaciones, modificaciones de planes generales, permutas y otras delicadas actuaciones urbanísticas, tendrían que investigarse de oficio cuando se llevan a cabo con frecuencia inusitada. Deben suponer la excepción y no la norma, y exigen un riguroso control, justificación y transparencia. Tienen que evitarse las recalificaciones de suelo no urbanizable y eliminarse los convenios urbanísticos que, a menudo, son meras compraventas de recalificaciones urbanísticas. Ninguna mesa de contratación debería estar participada solo por políticos del gobierno en cuestión; la presencia de la oposición es fundamental, e imprescindible es la de técnicos de intervención y técnicos especialistas en la materia o servicio a contratar. Los cargos de libre designación, no deben participar en ninguna mesa. Lo mismo sirve para cualquier tipo de concurso público. Cualquier persona ha de poder tener acceso a las transacciones públicas. Y, por supuesto, tienen que arbitrarse procedimientos de participación ciudadana en la planificación urbanística. Pero participación real y no comparsa para avalar proyectos en marcha.

Para luchar contra la corrupción no se trata de crear un exceso de normativa que ahogue la actividad institucional. Al contrario. Precisamente ese exceso da pie, en ocasiones, a tráfico de influencias y compra de voluntades para aligerar trámites y salir del último puesto de una pila de solicitudes. Se trata de reglamentar bien, de forma transparente y accesible, de limitar el poder de los políticos y altos cargos designados por ellos, de diversificarlo, controlarlo y participarlo. En todo este procedimiento, también hay que arbitrar medidas para que empresas y entidades bancarias no colaboren con la corrupción ni sean parte ineludible de su entramado. Y, por supuesto, es preciso evitar la impunidad ante el delito. La impunidad daña conciencias y aplaude el modelo corrupto. Lo primero, ha de ser obligar a devolver el dinero robado, como condición sine qua non. Además, hay que arbitrar sanciones jurídicas de acuerdo a la entidad del delito. Las sanciones sociales, la vergüenza pública, se impone por sí misma. La información juega, en este sentido, un importante papel. Sin embargo, es preciso decir que la manera de informar también cuenta. Si se frivoliza y prima el escándalo y el amarillismo sobre la información veraz, gana el espectáculo y pierde la conciencia. Lo mismo cabe decir de la utilización partidista de la denuncia de la corrupción.

Puede que, una vez más, haya quien diga que este es un discurso utópico. Pero no hay en él un ápice de irrealidad. Algunas de las medidas, por ejemplo, las de evitar al máximo los cargos de libre designación, se aplican con rigor en países nórdicos que figuran entre los menos corruptos del mundo. Otras, funcionan en lugares diversos. Y algunas, forman parte de ese necesario mundo por inventar. El escepticismo es el enemigo número uno de la acción, del cambio, del avance. Más allá de las medidas concretas, lo que cuenta fundamentalmente es la actitud, el compromiso moral y ético. Si me preguntan cómo es posible así hacer frente a la corrupción, además de contarles las medidas propuestas y otras que quedan en el tintero, les diré lo que Albert Camus en La Peste: “Es una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la peste es la honestidad”.